El XIV Congreso Eucarístico Internacional
7 al 11 de septiembre de 1910.
A la ciudad de Montreal, en Canadá, le reservó la Providencia servir de sede al primer C.E.I. celebrado en el Nuevo Mundo, bajo la coordinación del Arzobispo Bruchesi y los buenos oficios de las comunidades religiosas de la Diócesis.
Fundada en 1642 por Paul de Chomedey, con el nombre de Villa María, al borde del río San Lorenzo y al pie de la montaña bautizada por Jacques Cartier, cien años antes, como Monte Real, del que deriva el nombre actual de Montreal, el lugar se convirtió de modesto centro de evangelización, en el mayor puerto interior del mundo, sede de los primeros bancos y sociedades comerciales de Canadá, segunda ciudad francófona en el mundo y una gran metrópoli internacional.
Por quinta ocasión sirvió de Legado Pontificio el Cardenal Vicenzio Vannutelli, Prefecto de la Congregación del Concilio, quien al término de su viaje de Liverpool a Champlain, fue recibio por el arzobispo de Québec en el histórico puerto por donde en el siglo XVII partió la ruta del Evangelio en el Canadá. El 3 de septiembre, el Purpurado fue recibido en Montreal por millares de entusiastas fieles y a la cabeza de ellos, el alcalde de la ciudad, quien en su discurso de bienvenida evocó al apostólico misionero Vimont, jesuita. El Legado, emocionado, no dudó en dar a Montreal el título de la Roma de América.
Tres días después, por la tarde, en la catedral de Santo Santiago, se inauguró el Congreso, con la lectura de la carta del Papa Pío X. En su discruso de bienvenida, el arzobispo Bruchesi habló del cordial apoyo para la realización del Congreso de los fieles de otras confesiones, en primer lugar el Rey Jorge V de Inglaterra, soberano del Canadá, y no dudó en referirse a su Diócesis como un pueblo fuerte en la fe, devoto del Santísimo Sacramento, adherido a la Santa Sede, con la cual se mantuvo comunicación permanente a través de cablegramas: "El Santo Padre, conmovido profundamente, de nobles sentimientos, emocionado por la participación de tantos obispos, sacerdotes y fieles... se une de gran corazón a los congresistas en esta solemnidad conmovedora"; respondió un día después el Secretario de Estado, Cardenal Merry del Val.
El 7 de septiembre, miércoles, se tuvo a la medianoche la Santa Misa en la catedral de Notre Dame, recinto vastísimo, que pudo albergar seis mil personas con luces en las manos, las cuales iluminaron el recinto que parecía el pleno día.
El día siguiente, 8 de septiembre, fueron ya 13 sesiones las impartidas en las diversas grandes salas de la ciudad, en las lenguas oficiales del Congreso: francés e inglés.
Hubo tres asambleas generales, dos en la Iglesia de Notre Dame, presididas por el Legado, ante quince mil asistentes, por la tarde, los días 8 y 9 de septiembre. Tomaron parte en las disertaciones el Cardenal Logue, primado de Irlanda; el Arzobispo Bourne, de Westminster; el Arzobispo Ireland, de San Pablo; monseñor Hielen, de Namur; monseñor Touchet, de Orleáns y otros insignes expositores.
La asamblea de los jóvenes reunió unos ocho mil. El Legado llegó a decir cuán deseable hubiera sido la presencia del Papa en ese lugar. En la procesión de los niños se reunieron hasta treinta mil, de diferentes colegios y escuelas canadienses, desfilaron todos ante el Legado Papal.
En la Misa de clausura, el 10 de septiembre, convocada a los pies del monte que custodia a la ciudad, tomaron parte cien Obispos, dos mil Presbíteros y doscientos mil fieles. Ocuparon la cátedra sagrada los Obispos Farley, de Nueva York, O' Connel, de Boston, y el presbítero Hage. Sin duda el acto más conmovedor fue la bendición solemne, impartida a esa ingente muchedumbre, de hinojos ante el misterio del Altar.
Pero aún faltaba el acto apoteótico, la procesión con el Santísimo, en cuyo ornato y decoro participaron decenas de arquitectos e ingenieros. Nunca antes se había visto algo parecido: millares de fieles, al calor de una sola fe en la Eucaristía, animados por un orfeón infantil, compuesto por miles de voces, abrían la procesión; seguían los dos mil Presbíteros de la víspera, de sotana y sobrepellíz, los Obispos, con sus hábitos prelaticios, antecediendo al baldaquino de oro, bajo el cual, imponente, el anciano Cardenal Legado sostenía el ostensorio con la Hostia Sagrada, a cuyo paso los fieles se postraban.
Las autoridades civilies caminaron en pos del baldaquino. La procesión partió de Notre Dame y se encaminaba a los pies del Monte Real que custodia y da nombre a la ciudad, llegando al cual, en medio de un mar de luces, un coro atronador entonó el Tantum Ergo, antes de recibir la bendición con el Santísimo.
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Fuente: CHÁVEZ Alonso, Historia de los Congresos Eucarísticos Internacionales. Boletín Informativo #7. XLVIII Congreso Eucarístico Internacional. Guadalajara 2004. Págs.39-41.
Imágenes: Web
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